www.gacetadeprensa.com

En defensa del derecho a la información (2/2)

Javier Darío Restrepo Fuente: www.saladeprensa.org

miércoles 22 de octubre de 2014, 12:37h
La del Defensor ha sido una institución cambiante y viva que, a través de su corta historia, ha tenido la evolución de las instituciones en busca de identidad. Deriva su nombre del ombudsman, ese funcionario sueco que velaba por la limpieza de las calles y las chimeneas. En busca de unos blasones más brillantes, se lo ha relacionado con ese intermediario que el rey Carlos XII creó en Suecia en 1713 para fortalecer su relación con el pueblo. Ese intermediario se convirtió en 1916 en un Consejo de Prensa que recibía las quejas de la población sueca contra cualquiera de los periódicos del reino. El ombudsman individual sólo apareció allí en 1967, ante el fracaso del consejo de Prensa, y, en el mismo año, dos periódicos de Louisville, en Kentucky, nombraron a John Herchenroeder como el primer ombudsman en Estados Unidos. Pero esta vez no fue solamente para recibir quejas. Los directores de The Courier-Journal y de The Louisville Times se estaban preguntando: "¿qué es lo que anda mal en la prensa?", y a Herchenroeder le correspondía responderlo. El Defensor se movía pues entre dos tareas diferentes: la de recibir quejas y la de proveer respuestas a la crisis de los periódicos.
Sam Zagoria, un antiguo ombudsman del Washington Post, echa mano de su experiencia para decir que el ombudsman es "un periodista de carrera que recibe quejas del público". Más drástica es la definición de Carlos Castilho: "es el profesional encargado de vigilar a los que vigilan". En algunos periódicos de Estados Unidos se le llegó a ver como el encargado de las relaciones públicas del periódico, explicable porque la aparición de este personaje coincidió con un momento de crisis de credibilidad de los periódicos y su correspondiente baja en la circulación de los diarios. Atenuada esa crisis, en algunos diarios se asimiló al ombudsman al empleado encargado de resolver los problemas de los suscriptores a quienes su ejemplar o no les había llegado o les llegaba con retraso, incompleto, roto o húmedo. Antes, en Japón y en Estados Unidos se había creado una figura considerada como precursora del ombudsman: el funcionario encargado de señalar los errores de redacción y ortografía. Al finalizar el siglo, la imagen del ombudsman estaba cambiando. Es el encargado de dar paso a la opinión de los lectores, señalaba don Francisco Gro, entonces Defensor del Lector en el diario El País, de Madrid. "Mi trabajo es tanto de crítica interna como de representación de los lectores, afirmó en Buenos Aires, Geneva Overholser, la ombudsman del Washington Post, y en Costa Rica, en un diálogo sobre el tema, Rodrigo Alberto Carazo, defensor de los habitantes, anota sobre el ombudsman en general que "más que una persona, es un órgano que se refleja en una persona… es un órgano de control del poder".
Ha habido, ciertamente, un sensible desarrollo de esta figura, desde aquel remoto funcionario que velaba por el aseo de las calles y chimeneas, hasta este órgano de control del poder.
No hay un modelo único de defensor, no puede haberlo. Entre los cerca de 50 defensores de todo el mundo que nos reunimos en San Diego, convocados por la Organization of News Ombudsman, había el ombudsman pedagogo, el ombudsman magistrado, el investigador e incluso el ombudsman reportero. Pongo esas variedades junto con las descripciones del ombudsman que se han dado a lo largo de su historia y me pregunto si hay un hilo conductor, una viga maestra que permita definir la gran razón de ser de esta figura, no tanto por regodeo intelectual sino como clave para abrir el futuro de esta institución; y es cuando uno encuentra, detrás de todas esas definiciones y modelos, que el ombudsman ha puesto en marcha una pedagogía del derecho a la información y que sus tareas hacen parte de un mecanismo que impulsa la aplicación y vigencia de ese derecho.
No hay derechos jóvenes, sino derechos que, al ser reconocidos, se reclaman; y derechos que, por ser desconocidos, se mantienen en germen, como las semillas de trigo que los arqueólogos encontraron en las tumbas de los faraones. Nunca reventaron, pero nunca murieron. Cuando en la Constitución colombiana de 1886 se consagró la libertad de los esclavos, muchos de ellos protestaron porque se iban a quedar sin amo que les diera techo, trabajo, alimento y vestido. Estos apremios, como grilletes, los incapacitaban para reclamar el derecho a ser libres. Dramático, pero comprensible.
No fue dramático, y sí muy comprensible, que los constituyentes franceses de 1789 reclamaran y consagraran el derecho al pensamiento y la expresión libre, pero no el derecho a la información. Decenios de absolutismo, en que los reyes habían mantenido con puño de hierro en monopolio de las hojas periódicas, habían creado en la conciencia de la sociedad la costra de la costumbre al abuso. Sólo los más lúcidos desafiaron a la policía real y publicaron sus hojas, cada vez más abundantes a medida que el espíritu de la revolución permeaba las conciencias. Anotaba un excepcional testigo de aquellas jornadas, un agrónomo inglés que recorría Francia, anotando día por día sus experiencias: "Hoy, 9 de junio de 1789, han aparecido 13 publicaciones, 16 ayer, y 92 la semana anterior". Cada publicación era a la vez el mecanismo y la expresión del derecho a pensar y a expresarse con libertad, como finalmente lo proclamó la constituyente. Ya era un milagro escapar vivos a la hazaña de ejercer ese derecho, para pensar en otros instrumentos para esa libertad de pensamiento y expresión. Los revolucionarios, primero, y Napoleón, después, se escaldarían con esas libertades y replicarían a pesar suyo la actitud absolutista de los reyes frente a la prensa. Como si una fatalidad terca se empeñara en impedir el regreso a la igualdad de las ágoras. Los poderosos siempre pretendieron y obtuvieron el monopolio de la palabra. El monopolio arrebatado a los reyes, con el tiempo sólo cambió de dueño, pero nunca cumplió su destino natural: el de volver al pueblo.
En una edición reciente de una revista ilustrada, una sucesión de fotografías de una o de dos páginas, mostró a los directores de los grandes periódicos del continente. La apostura, el escenario, los detalles que acentuaban los pies de foto, le daban al lector la sensación de estarle pasando revista a los rostros del poder, como si se tratara de una versión modernizada de aquellas deslumbrantes galerías de retratos de los luises: la palabra, potenciada por los medios, sigue en manos de los poderosos.
A los constituyentes franceses les habría sorprendido ingratamente ver que su conquista de la libertad de pensamiento y de expresión, como una bandera recuperada en guerra, ondea hoy como argumento protector de los reinos de papel periódico.
La sensibilidad democrática y liberal, desde 1789, ha girado incansablemente alrededor del derecho a la información libre, ha inspirado el discurso retórico de la libertad de prensa, tan estrechamente ligado al funcionamiento de las empresas, que libertad de prensa y libertad de empresa han llegado a formar un binomio ambiguo que justificó la sospecha de que algo andaba mal, de que la libertad de prensa, con su correspondiente derecho a informar, no lo era todo.
Sí, la libertad de prensa desnudó los regímenes autoritarios y dejó al descubierto sus abusos. Más aún, ha creado una sensibilidad que rechaza tiranías y dogmatismos. Este es el lugar común. No es tan común oír denuncias como la del abogado costarricense, Sánchez Zumbado: "La empresa periodística se maneja como una estructura vertical. Concentración e imposición del poder, elementos de estas empresas, característicos de los dictadores. Y como en las dictaduras, sus titulares no han sido electos por la ciudadanía".
En efecto, para la conciencia democrática, el derecho a informar no lo es todo. Bajo su régimen ha sido posible la transmutación de la información en mercancía, y de los templos de la libertad de prensa –así han sido llamados los periódicos en editoriales y discursos– se ha derivado a las compraventas de la verdad y de las conciencias. No, el derecho a informar no podía serlo todo. Al mismo tiempo se ha impuesto la convicción, ilustrada por los hechos, sobre la información que construye democracia. A la intuición incompleta de los campeones de la libertad de pensamiento y expresión se ha agregado la pieza que hacía falta. La dignidad humana requiere la libertad de pensamiento y expresión, pero esa expresión libre produce y fortalece a su vez la libertad. Un círculo virtuoso en que, mediante una causación mutua, la libre expresión del pensamiento eleva la calidad de la libertad.
Han sido desarrollos que, a su vez, han mantenido la vigencia de un pensamiento antiguo que parece renovarse después de las crisis de imperios y gobiernos. Para los atenienses fue evidente que la democracia no podía sostenerse ni sobre el dinero ni sobre las armas ni sobre las leyes; su sustento y fortaleza estaba en la palabra libre; no la palabra libre de unos pocos, sino la palabra libre de todos. Y éste era el elemento que hacía falta, el que desmanteló la creencia de que la prensa era el cuarto poder y dejó en claro que si la fuerza de la población está en la palabra, la tarea de los medios es potenciar esa palabra.
Fueron reflexiones, hallazgos, experiencias que finalmente encontraron su expresión en textos como el de las Naciones Unidas en 1948, en su Carta Internacional de los Derechos Humanos, en donde se recapituló lo logrado dos siglos antes: "Todo ciudadano tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión", y agregó: "Este derecho incluye el no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir información y el de difundirla". Aún con toda su vaguedad, aparece allí el elemento que faltaba: el derecho a recibir informaciones y opiniones. Ese derecho, tímidamente enunciado, encuentra todo el vigor de una proclamación pública en 1964 cuando el Papa Juan XXIII lo anunció en la encíclica Pacem in terris: "Todo ser humano tiene el derecho natural a la libertad para buscar la verdad y tener una objetiva información de los sucesos públicos".
Ese enunciado gana en vigor y claridad cuando en 1978 la declaración de UNESCO precisa: "La información es un componente fundamental de la democracia y constituye un derecho del hombre, de carácter primordial en la medida en que el derecho a la información valoriza y permite el ejercicio de los demás derechos".
La trascendencia de la tarea del Defensor del Lector la encuentro allí: como mecanismo y pedagogía para que las personas y la sociedad conozcan y reclamen el derecho a la información.
Contaba don Francisco Gor, Defensor del Lector del diario El País, que el nacimiento de esta figura se dio cuando todo en España invitaba al cambio. "La recuperación de la libertad implicaba un nuevo estilo de prensa", decía, y agregaba un detalle que es al tiempo un símbolo: "No existían cartas de lectores, era imposible porque hasta el 75 había una dictadura. Es por eso que a El País se le ocurre algo insólito: cartas al director y da paso, entonces, a la figura del Defensor del Lector".
Allí fue la recuperación de la libertad la que urgió –como garantía de libertad plena– ese equilibrio roto durante la dictadura en la que no se escuchaba sino la voz del poder. Para recuperarlo, debía escucharse la otra voz. Las cartas, primero, después el Defensor, garantizan la presencia de esa voz.
En Estados Unidos –ya lo he recordado– el primer ombudsman nació bajo el apremio de la pregunta: ¿qué es lo que anda mal en la prensa? Ante una credibilidad y una circulación en picada, se decide que lo que va mal es la relación con el lector. Hay una intuición sobre la necesidad de recuperar al socio principal: el lector. No aparece allí la formulación sobre el derecho a la información, como el factor de equilibrio frente a la sobreactuación del derecho a informar, pero se entiende. Lo había sentenciado el magistrado de la Corte Suprema, Byron White, en la jurisprudencia conocida como Red Lion, que "es el derecho de los televidentes y escuchas, no el de los dueños de los medios, el que importa".
A través de funciones subalternas: la de corrector, la de resolver los conflictos con los suscriptores, la de escuchar y tramitar las quejas de lectores ofendidos, la de promover nuevas y mejores prácticas en la redacción, la de hacer oír las sugerencias y comentarios de los lectores… a través de todas esas tareas, el Defensor le da aliento al derecho de los que reciben, el derecho a la información, que se abre paso sobre los logros del Defensor.
Parece pequeña, pero cuesta introducir la práctica de la rectificación. Reacios a rectificar, periodistas y medios prefieren mimetizar sus errores y vuelven a publicar la noticia con los datos correctos, antes de llamar a las cosas por su nombre y decir: "Al informar sobre tal asunto dijimos erróneamente tal cosa, por tanto, este periódico rectifica y ésta es la información correcta". Un complejo de infalibilidad le impide al periódico tanta franqueza. Romper ese complejo, enseñar la práctica de la rectificación, equivale a desmontar el mito de la infalibilidad y a atentar contra una divinidad. Si el Defensor lo logra, crea el ambiente propicio para el diálogo periódico-lectores en condiciones de igualdad.
Al desmantelamiento de la infalibilidad le sigue, generalmente el de la representación. Puesto que el periodista y el medio preguntan a los altos funcionarios en nombre de los lectores, puesto que el editorialista opina en nombre de la sociedad, puesto que el periódico asume la defensa de los derechos de todos, ha acabado por crearse la conciencia de que los periodistas representan a la sociedad. Pero es una representación presunta e informal, que algún Defensor cuestionó al puntualizar: "No representamos a nadie; quienes representan a la sociedad son los políticos". Más exacto es decir que la prensa es el contrapoder. Y lo es en cuanto potencia la voz de la población. En mi periódico, hace dos semanas coincidieron las cartas de los lectores en rechazar la presencia del subdirector, un brillante profesional que para ellos tiene una tacha: está a punto de entrar en campaña política como candidato a la alcaldía. A lo largo de mi ejercicio como Defensor, esa actitud de rechazo de los lectores a cualquiera vinculación del medio con el poder, ha sido una constante, como expresión de una conciencia de que la información no se debe usar para beneficio del poder, sino para su control y fiscalización.
Hay tópicos y valores que la presencia y la actividad del Defensor ponen en circulación en la redacción del periódico y entre sus lectores, que al mismo tiempo crean sensibilidad para con este derecho a la información. En algunos casos será el valor de la tolerancia, en otros el rechazo de los dogmatismos, y, en todos los casos, la condición de los ejecutivos de los medios, distinta de la que exhiben los de otras empresas, puesto que ellos y sus empresas son titulares, mas no dueños, del ejercicio del derecho a la información. Lo que durante el siglo XX lograron, lenta y difícilmente, las jurisprudencias de los distintos países, lo obtuvieron las respuestas, comentarios y actitudes del Defensor frente a casos concretos.
Durante los últimos años se ha fortalecido la conciencia de que el receptor de la información es el eslabón débil de la cadena informativa y de que eso no debe ser así; por eso se presentan en los distintos países proyectos de ley para garantizar el ejercicio del derecho a la información. Con esas leyes o sin ellas, el Defensor garantiza ese derecho, potencia la voz del lector que se siente burlado o que denuncia los abusos del derecho a informar, cuando invade la intimidad o vulnera otros derechos. Como sucede con la conciencia, casi silenciosamente, recuerda en los medios que el derecho a informar, tan voceado durante el siglo XX, es un derecho incompleto y una fuente de abusos si no lo fortalece y completa el derecho a la información.
Es una tarea que debe cumplir un hombre que actúa solo. "Es el puesto más solitario de la redacción", anota Hugo Aznar. Una encuesta entre ombudsman de cinco países, adelantada por ONO, revela que "puede ser sicológicamente problemática la naturaleza solitaria de un trabajo que lo enfrenta a actitudes a veces hostiles de lectores, o de periodistas, o de ambos". Sin embargo, de acuerdo con la descripción aristotélica, la suya es una condición ideal porque ni manda, ni tiene ninguna autoridad sobre sí, distinta de la de su propia conciencia.
Su tarea en un medio de comunicación es la más parecida a la acción de la conciencia: silenciosa, discreta, permanente, imposible de ignorar, sin instrumentos de coacción, independiente e insobornable. Toda su fuerza es la de su peso moral.
Dije al comienzo que los derechos dejan de estar en germen cuando entran en la conciencia. Creo que la gran tarea del Defensor, su aporte a los medios y a la sociedad es mantener despierta la conciencia de todos a ese derecho que valoriza y permite el ejercicio de los demás derechos, incluido el derecho a informar.
¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (1)    No(0)
Compartir en Google Bookmarks Compartir en Meneame enviar a reddit compartir en Tuenti

+
0 comentarios