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Nuevos desafíos en las salas de redacción (Parte I, de II)

Rubén Dario Buitrón // Fuente: www. comunica.org/chasqui

miércoles 22 de octubre de 2014, 12:37h
En el periodismo latinoamericano es común el facilismo con que muchos jefes, editores y reporteros asumen sus obligaciones con el público. Sin espacios internos diarios para hacer crítica y autocrítica de su trabajo cotidiano, sin entender la necesidad de encontrar nuevos ángulos y voces a cada noticia, sin plantearse construir y mantener una agenda propia que marque distancias con la competencia y se acerque a la gente, la mayoría de salas de redacción se mantiene en la cómoda pero obsoleta escuela del periodismo declarativo (dijo, añadió, agregó, finalizó) que no cuenta la realidad sino que la filtra (y la distorsiona) a través de los criterios subjetivos de analistas, juristas, constitucionalistas, comentaristas, expertólogos y todólogos.

Como dice el periodista español Antoni Piqué, “leyendo los diarios en América Latina, nadie sabe bien qué pasa sino lo que algunos dicen que pasa. No se advierten los procesos sino instantáneas, momentos inconexos: ruedas de prensa, declaraciones, comunicados. De ahí la excesiva importancia de articulistas, columnistas, comentadores, enterados, opinólogos y otras especies paraperiodísticas en el menú editorial de los medios del continente”.

Existen muchas justificaciones para esa manera de hacer periodismo. Se aduce, por ejemplo, que no hay tiempo para buscar nuevas voces y que las de siempre, las que se repiten casi todos los días en casi todos los medios, “son calificadas, conocedoras y expertas en los temas sobre los cuales se las consulta”.

Pero el resultado es nefasto: los medios se vuelven relacionadores públicos, oficinas de mercadeo, asesores de imagen, publicistas y promotores de esos personajes, y dejan de ser medios…

A fuerza de la sobrexposición mediática, las opiniones de los expertólogos se convierten en influyentes oráculos, en conceptos definitivos e irrefutables para que la sociedad trate de armar consensos en torno a sus criterios ampliamente difundidos, casi en simultáneo, por la prensa escrita, la radio y la televisión.

En otros casos, las consultas a esos personajes (siempre listos para dar declaraciones) son un disfraz del medio o de los periodistas para editorializar sobre hechos en los cuales hay que simular que se hace información, cuando en realidad se quiere hacer opinión.
Si se quiere aparentar equilibrio informativo en esas situaciones, a lo mucho se escogerá a dos expertos con criterios opuestos entre sí, pero por lo general la selección de los todólogos estará filtrada por la subjetividad, las simpatías o antipatías de quienes en la sala de redacción deciden a quién consultar y a quién no. Y es muy probable que esa selección tenga que ver más con la ideología o el parecer de los que manejan las redacciones que con el interés de la sociedad de recibir pedagogía en los temas que le atañen.

Gracias a la promoción gratuita y reiterativa de sus ideas y su imagen, los analistas, juristas, constitucionalistas, expertólogos y todólogos -muchos de ellos representantes o ex representantes de organismos internacionales, cámaras de la producción, movimientos sociales y sindicales- llegan a ocupar estratégicos espacios de poder, como directores de importantes instituciones públicas, ministros de Estado, consultores de empresas nacionales, funcionarios de corporaciones mundiales con intereses en el ámbito local y, sobre todo, asesores en la sombra de líderes políticos o de gobiernos nacionales. Algunos, inclusive, se convierten en herramientas de presión política a nombre de los sectores que representan.

La falta de reflexión interna

¿Por qué se repite tanto esta mala práctica periodística? Porque en las salas de redacción hace falta la pausa en medio del vértigo. La pausa para una reflexión colectiva, abierta, franca, en la que todo el equipo (desde los directivos hasta el personal de base) renueve sus conceptos, sus criterios y sus maneras de escoger y decidir a qué fuentes acudir cuando sea necesario contar con opiniones que contextualicen los hechos.

Eso es lo más honesto con la sociedad, con el público al que sirven y consigo mismas. Las salas de redacción tienen el deber ineludible, siempre y en cada hecho, de esforzarse por contar la realidad tal como ocurrió, sin interpretaciones, filtros o análisis disfrazados de noticias.

Si por necesidades de contextualizar la información, el medio se ve forzado a buscar opiniones y criterios, éstos deben reflejar la enorme diversidad de puntos de vista que existen en la sociedad, en especial cuando los temas son cruciales para el país y la comunidad.

Los jefes y reporteros que no se detienen a pensar en la necesidad de un cambio de hábitos y maneras de asumir su trabajo, renuncian a sus deberes y obligaciones fundamentales: contar la realidad desde su propia experiencia, dejar el confort de la oficina, hacer a un lado el teléfono, gastar las suelas de los zapatos mientras perciben todo lo sorprendente y novedoso de lo que ocurre cotidianamente en las calles (“ocho millones de historias tiene la ciudad de Nueva York”, dice una canción de Rubén Blades), transmitir al público de forma directa lo que sucede y presentar los hechos tal como acontecen, sin juicios de valor.

Es el camino para que el público tenga elementos de análisis y herramientas básicas que le permitan sacar sus propias conclusiones y contribuir a una mayor calidad de la democracia. Es la mejor manera de contribuir, desde las salas de redacción, a fortalecer la búsqueda de consensos sociales.

El ejercicio de la autocrítica

Pocos empresarios y periodistas de los medios están abiertos a la crítica, a la autocrítica y al cambio.

Muchas veces no pueden ver con claridad lo que ocurre porque, como dice Miguel Ángel Bastenier, “hay medios que enferman de éxito”: financieramente cada día les va mejor, los lectores, en su mayoría pasivos, no interactúan con el medio, el poder público y las empresas privadas llenan sus páginas de avisos y no tienen nadie quién les señale abiertamente los errores.

Los viejos periodistas (no por la edad, sino por su tendencia a permanecer estancados en antiguos conceptos) tampoco estarán abiertos a la necesidad de asumir una renovación: en lugar de disponerse a reaprender y rectificar sus métodos, estilos y procedimientos, se sentirán amenazados e intentarán resistir y, en algunos casos, boicotear el proceso de renovación.
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