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Periodismo a la deriva (Parte II, de IV)

Paloma Díaz Sotero // Fuente: www. saladeprensa.org

miércoles 22 de octubre de 2014, 12:37h
Desde el principio se puede caer en una especie de soberbia propia de una juventud que cree que todo lo sabe y carece de oportunidades para demostrar que sabe algo. Esto favorece que aprendamos a criticar lo de los demás antes que lo nuestro.

Por otro lado, tenemos que reseñar un comportamiento del que somos conscientes gracias a la diferencia con el ejercicio del periodismo en EEUU: la ausencia de corrección. La colaboradora en plantilla de El Mundo Dale Fuchs (2003), inmigrante estadounidense, lo dejó bien claro en un artículo publicado en la revista digital del Poynter Institute sobre las diferencias a un lado y otro del Atlántico. Aquí –en España–, “los jefes no releen la información de los redactores antes de darle luz verde, por lo que ni corrigen ni opinan al respecto”, venía a decir Fuchs.

Su artículo era caricaturesco, pero reflejaba en el fondo una realidad, como toda caricatura. El redactor se forma su propio criterio por su propia experiencia; adopta un estilo propio, carece de él o lo copia hábilmente de otro. Nadie dice nada. Si hace algo muy bueno, puede recibir una palmada en la espalda; si hace algo muy malo, el ostracismo (picar la cartelera) o el despido; si hace algo normal que podría mejorar con la ayuda de un simple comentario, probablemente nunca lo sabrá.

Yo he tenido la suerte de tener un jefe que ha sido duro conmigo y me ha hecho darle la vuelta entera a varias historias sólo para demostrarme que podía contar lo mismo, pero mejor; y también tengo jefes que nunca me dirán si lo que hago es bueno o malo. El caso es que sea aceptable y medianamente comprensible. Pero ¿qué clase de jefe es ése?, me pregunto.
Con tareas mecánicas y de edición, no tienen problema en corregir o en decirte que te has equivocado. Pero el trabajo intelectual es tan personal, que casi nadie se atreve a inmiscuirse en él. Muy pocos entienden que su experiencia les otorga el derecho y hasta el deber de ser maestros. Se fomenta la idea de que cada uno sabe lo que tiene que hacer, se apela a lo que cada uno entiende por profesionalidad, y allá cada cual con su criterio.

Los hay pésimos observadores, pésimos contadores de historias, pésimos distribuidores de la información, pésimos en evaluar los datos, pésimos en recordarlos y nunca lo sabrán porque nadie se lo dirá nunca. Podrían mejorar simplemente si alguien les dice “echo en falta esto” o “no entiendo esto otro”, pero muy pocos se atreven a hacerlo.

Esa falta de corrección inicial es la que fomenta el carácter incorregible de la mayoría de los periodistas, su vanidad y su intolerancia a las críticas. Así, ¿cómo vamos a poner normas a una forma de trabajar basada en el individualismo? Si cada uno forja las suyas, ¿cómo va haber un consenso?

El individualismo del trabajo periodístico ha llegado a unos niveles altísimos que lo alejan mucho más de la función social que se le adjudica. La pérdida del sentido de colectividad ha hecho que se pierda la idea de servicio. Y viceversa. Se habla más de “los periodistas” que de “la prensa”.

Quizá, hace años, cuando un periodista se identificaba como periodista, se veía a sí mismo –y era visto por los demás– como “la prensa”, como representante de una institución, de un actor social. Como el policía que dice “soy policía” y uno es consciente de que está ante “la policía”. Ahora, el periodista no representa a nada que se asocie con un servicio público. Por el contrario, genera recelo, desconfianza y hasta desprecio.

Peor aún es que la empresa periodística también haya perdido el alma de servicio público que se le supone que debe tener y no trate a sus trabajadores como garantes de un servicio, sino como trabajadores que producen piezas para fabricar una mercancía: por ello cobran como cualquier otro trabajador de una cadena de montaje en una fábrica. Por otro lado, la pérdida de esa identificación del periodismo con el perro guardián y con el servicio a la sociedad ha dado lugar a que la propia sociedad haya perdido la necesidad de periodismo.

Hasta los años 80, se percibía una especie de delegación de responsabilidad por parte de la sociedad en los periodistas, igual que el pacto de Rousseau con los gobernantes. El periodista era el encargado de sacar la información que no se veía a simple vista. La sociedad lo erigía en el “conseguidor” de información, en el nexo transmisor entre el subsuelo y la superficie, entre lo oculto y lo público. Era el que hacía posible que nos enteráramos de lo que ocurre en otras partes del país o del mundo. Sin embargo, ahora, la información parece tan accesible que el periodista se ha vuelto prescindible, como apunta el periodista suizo Claude Monnier (1999).

Los políticos no paran de hablar; todas las instituciones y las empresas tienen sus gabinetes de comunicación y emiten sus comunicados diariamente; Internet y el satélite nos traen la información de todo el mundo a nuestra casa. Es fácil perder el respeto a alguien “innecesario”.

Parece que el periodista no hace nada excepto canalizar ordenadamente esa información. Se nota que él no la ha buscado porque todos los medios cuentan prácticamente lo mismo. Es más, no sólo no la ha buscado, sino que se ha convertido en el instrumento del poder, ya que transmite aquello que el poder quiere que se transmita. Los medios interpretan como prestigio el simple reconocimiento por obtener la declaración oficial los primeros. La figura del periodista que busca está en peligro de extinción. Ahora, el periodista es el que espera. Por eso, la profesión ha perdido crédito y prestigio, dentro y fuera de ella. Tal vez, la gente no tenga inquietud por informarse porque piense que todos los medios siempre cuentan lo mismo y de los mismos, una idea, por otro lado, fomentada por la exhibición de declaraciones en la que ha caído el periodismo.

3. PARA QUIÉN Y PARA QUÉ

Del perro guardián al perro de competición


La falta de método en el trabajo periodístico también se debe a la falta de un objetivo concreto. El periodismo ha perdido el norte. Sabemos su función, pero dudamos de que estemos cumpliéndola. Una vez fuimos el perro guardián que vigilaba las instituciones, los poderes, el cumplimiento de la legalidad y la perpetuación del sistema que se erigía como el mejor de los conocidos. Ésa era la forma de servir a los ciudadanos. Era un servicio a la sociedad, a la ciudadanía más que a los ciudadanos. Después, nos alzamos en Cuarto Poder al demostrar la capacidad para contrarrestar a los otros tres establecidos –ejecutivo, legislativo y judicial–.

Sin embargo, siempre se eludió contrarrestar al poder económico. Realmente ése era el cuarto y “el nuestro” debería haber sido el quinto. Supongo que los bancos y las empresas no entraban en el campo de control porque desde el principio estuvieron implicados directamente en la prensa.

La cada vez mayor implicación de los grupos de poder empresarial en los medios ha hecho imposible la independencia de éstos respecto a aquéllos. A su vez, el poder empresarial está veladamente entrelazado con el poder político, por lo que la tarea de controlar a ambos es paradójica y compleja. Por otro lado, en España, la democracia parece ya inquebrantable después de dos décadas y media. Con las elecciones cada cuatro años y la representatividad de al menos dos grupos políticos asegurada, el sistema que nos venden como perfecto parece estar a salvo.

¿Qué tiene que defender el periodismo entonces? ¿Por qué tiene que luchar? Por sí mismo. Por mantener su cuota de poder. Los medios se han constituido en actores del juego de poder político y económico.

Actores políticos

Durante la década de los 80, la prensa española gozó de ser el símbolo de la evolución democrática. La práctica del periodismo era un fin en sí mismo, era un servicio a la sociedad independientemente de las noticias y de la forma de trabajar. Esto, sin duda, contribuyó a despreciar la búsqueda de un método y de un fin. Lo que importaba era que los periodistas –más como individuos que como colectivo– eran libres para trabajar sin cortapisas, para decir lo que quisieran. Además, la mayoría de los medios de comunicación comulgaban con el gobierno, que era de izquierdas.

Llegaron los 90 y llegaron las cadenas privadas de televisión haciendo más patente la participación empresarial en la comunicación. En prensa escrita, El Mundo, con las denuncias de corrupción socialista, reanimó el papel de perro guardián que tenía el periodismo y que parecía estar hibernando. Su agresividad con el gobierno de Felipe González y la “amenaza” de un cambio de signo político despertaron al resto. Desde entonces, el periodismo ha estado muy vinculado a la política o lo que es lo mismo, a la izquierda y la derecha. Parece que el servicio a los ciudadanos consiste en luchar por que la izquierda retome el poder con sus políticas sociales y se vaya la derecha, o por que los “liberales de centro” se mantengan en su sitio haciendo avanzar la economía mientras la izquierda se lame las heridas que nunca se cierran.

Y la pregunta es: ¿realmente se sirve así a la sociedad?

La conclusión a la que yo he llegado es que no. A la mayoría de la gente le da igual quién gobierne mientras tenga trabajo. La gente tiene otros problemas menos elevados y más terrenales que la prensa ignora por completo.

¿La gente se ve representada en la prensa?

Tampoco. Quizá, en la sección local de su ciudad o su provincia tenga una oportunidad, pero la política regional y los sucesos acaban consumiendo el papel disponible cada día. La información útil para la vida cotidiana de los ciudadanos podemos encontrarla de casualidad en un reportaje que nos cuenta el problema de un colectivo o de un vecindario, pero no porque el objetivo fuera difundir esa información de utilidad.

Aparte, tenemos las secciones de vivienda, decoración, viajes, ocio, belleza, etc. Pero éstas van dirigidas a los individuos como consumidores. Han ganado terreno por el peso que ha cobrado la curiosidad sobre cualquier forma o propuesta de consumo en nuestra sociedad. Quizá, la prensa también actúe así como consecuencia de este proceso “globalizador” que metamorfosea al ciudadano en consumidor. Por lo menos, no hace nada para impedirlo.

La masa, un eco del juego de la comunicación

¿Dónde está esa defensa del bienestar social que se le supone a los “medios de comunicación social”?, es la siguiente pregunta.

Ni siquiera ya se les llama así –”medios de comunicación social”–. Se denominan “medios de comunicación de masas”. Y si informan a la masa, ¿cómo van a informar al individuo? Es contradictorio. Informar al individuo es formarlo. Pero los medios no forman. Sólo informan en abstracto, sin implicarse con sus destinatarios. Al final, el juego de la comunicación se disputa entre los medios y los poderes político y económico. A ellos principalmente van dirigidos los periódicos.

La masa que ve los telediarios y la parte de la masa que, por formación cultural y poder adquisitivo compra los periódicos, son una especie de “eco popular” para el que los medios dicen trabajar. Conviene aludir a la opinión pública, a los sondeos y recurrir a las opiniones callejeras para salvaguardar eso en lo que legitimamos nuestro trabajo: la sociedad.

Oí decir al actual alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, en una entrevista durante la campaña electoral de 2003, que las campañas políticas se hacen ahora para los medios de comunicación, que el político habla para los medios sabiendo que estos son los que se hacen eco de lo que el político dice. Todos éramos ya conscientes de ese proceso, pero la frase refleja hasta qué punto los políticos lo han asumido. Por eso, éstos ya no hablan al ciudadano, sino a la masa: porque quien difunde su mensaje es el medio de comunicación de masas. Y por eso simplifica su mensaje político a eslóganes y críticas a la oposición: para que la masa –poco reflexiva y acostumbrada a la dramatización de la realidad en televisión– se quede con alguna referencia de la representatividad social del político, es decir, de su personaje y su papel.

Por otro lado, los medios se alzan en portavoces, a su vez, de la ciudadanía, convertida en no más que un sondeo, una encuesta o una manifestación.

* Paloma Díaz Sotero es redactora diario español El Mundo y estudiante del Programa de Doctorado Dpto. Periodismo III de la Facultad de CC. Información de la Universidad Complutense de Madrid. Esta es su primera colaboración para Sala de Prensa
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